-La historia se repite. Ya han pasado otros cuatro años. Y en este preciso momento comenzamos a sufrir el síndrome de “¡esto no lo he hecho!”, ¡oh my god!
-Pues debería de haber hecho lo que debía hacer, y no haber hecho lo que no tenía hacer. ¡Querida del quinto habrá tenido tiempo! Le dije sin contemplaciones, en un siroco vespertino que me insufló un desproporcionado malestar, no hacía ella sino recordando la apertura de la veda que siempre tolera el volátil nuncio en vez de los lémures que vivifican de un pasado no muy lejano. Y esto me trajo a la mente el capítulo quinto del hidalgo Quijano en el que «tras haber sido apaleado por el mozo, don Quijote no sabe qué hacer, pero entonces se acuerda de un episodio de una novela de caballerías y comienza a revolcarse en la tierra y recitar versos. Mientras, pasa un labrador que es un vecino suyo, pero don Quijote lo confunde con un personaje de un libro, y sigue con su romance. Su vecino lo reconoce como el señor Quijana y le quita la armadura para ver si está herido. Cuando el vecino lo lleva a su casa, allí encuentra al barbero, al cura, al ama y a la sobrina, quienes creen que don Quijote se ha vuelto loco por leer tantos libros de caballerías y que deben quemar sus libros”. En resumen, mi sirocos provienen de las locuras de los lémures, lémures…
-Oiga que sólo le digo esto por…
-¿Por? Señalé
-¡Mi operación biquini! Jajajajajaja. Sonrió a carcajadas tan fuerte que incluso la tuve que acompañar en tal risotada, porque había conseguido en tan sólo un segundo hacerme sonreír, una de las maravillosas sensaciones que nos da la vida. Y comenzó su cháchara quijotesca sobre un armario, un hombre, un coche…
-…pues como le decía, ¡había una de gente! Claro una que ya no tiene hijos pequeños, no sabía el motivo de tan copiosa reunión de madres, padres, niños. En fin mucho barullo. En esas, cuando el coche que me precedía pasó delante del tumulto se me colocó delante del capó un armario empotrado de dos por dos, color marrón oscuro, con mucha lana colgando de los cajones. En un principio pensé que era una mudanza, e imaginé que sí en ese momento estaba pasando el armario después vendría la cama-que por cierto también estaba entre el tumulto-y demás enseres. Pero “tate” mi sorpresa llegó cuando enfoqué bien, aquello no era un armario, bueno sí, lo era pero en persona; era un señor-lo de señor lo digo por educación, aunque brilló por su ausencia-que inmóvil se colocó de espaldas a mi coche para que la profesora, monitora o que se yo de una academia contigua pudiera entregar con seguridad los niños a los ansiosos padrones que se encontraban en la acera de enfrente. Hasta aquí el gesto yo diría que comprensible. Pero lo que no me lo pareció que lo fuera fue que el susodicho no mediará una sola palabra conmigo para avisar, creo que hubiera sido lo justo, con un gesto de que la maniobra que estaba realizando iba a durar unos segundos. Pero nada de nada el “empotrado” de la misma manera que cortó la calle- porque sí señores aquí se cortan las calles como nos place y en el momento que nos da la gana- abandonó su honroso lugar, para él seguro una heroicidad para volver a su acerado impasible ante la cara de estupefacción de la “muá” y de los que me seguían, y no por el hecho de haber cortado la calle, haber formado una cola de coches impresionante, sino por haberme regalado una de las imágenes del día.
Imagínense ese señor con ese chándal marrón oscuro, el pantalón a medio caer, con un peine en el bolsillo trasero, es decir que me deleitó con su hucha, rabadilla, vamos lo que viene a ser la parte donde empieza la raja del culo, bien cubierta de selva negra, con fondo nevado, un espectáculo digno de José Luis Moreno y sus rancios muñecos del siglo pasado. Aquello me pareció quijotescamente una desproporción.
-Oiga, ¿le hicieron un calvo? Le pregunté.
-¿Un calvo? ¡Súbase los pantalones, hombre! ¡Collons! (¿catalán?, yuyuyuy) Primero se paró delante del coche sin mediar palabra, ¡imagínense el susto!, después me enseña en panorámico sus maravillosas peludas posaderas, y por último se marcha a lo francés…ufff que falta de civismo señores, que dislate, que imagen de referencia, que…, que…, que…que me quedo sin palabras.
En fin cada cual a su libre albedrío, no le den muchas vueltas, porque al final lo que hice fue bajar la ventanilla y darle las gracias por el detalle, ¡había evitado un presunto atropello! El entretenimiento lo había merecido.
Hoy me marcho con la perorata de mi vecina del quinto. Qué risa, ¡sí la hubieran visto gesticular! Pónganse en su situación. Esa pobre mujer, que ve como un gato de escayola, que no se espanta de nada, la simple alma estaba indignada. Le habían dado un susto mortal, cortándole el paso un hombracho, ¡menos mal que fue de día!, que si no lo hubiera confundido con el Señor Gitano, jijiji.
-Vecina lo que no me ha aclarado es ¿para qué querría ese buen hombre el peine de Don Quijote?
– ¿Yo le pregunto a usted cuántas púas tiene el peine de un calvo? Ande, ande…que ya va a empezar con sus preguntas. Adiós.
No dejen de sonreír por nada. Sé que es largo pero me he reído tanto con mi vecina del quinto que no podía dejar de contároslo. Brindo por lo que decía el escritor Malcom de Chazall, “el hombre que nos hace reír tiene más votos para su propósito, que el hombre que nos exige pensar”.
Besos
María del Valle Pardal-Castilla