Somos imbéciles. Si lo pensamos bien, somos imbéciles.
Hace dos semanas, en París, tres locos (“lobos solitarios”, se llaman), en nombre de un falso Alá sangriento, vengativo y excluyente, que sólo ellos y unos pocos más entienden, asesinaron a diecisiete personas.
La reacción fue inmediata: en Francia salieron a la calle casi cuatro millones de ciudadanos; muchos más en el resto del mundo. Se reunieron los ministros del Interior de un montón de países. Se decidieron actuaciones preventivas a todos los niveles (legislativos, policiales,…), se habló de estudiar cómo estrechar el control sobre las redes de comunicación, cómo controlar los accesos a los países o prohibirlos, cómo vigilar estrechamente a las comunidades islámicas o a cualquier posible sospechoso (es decir, a todo el que parezca “moro”)… Pero, lo peor de todo, fue la psicosis que arraigó de tal forma en nuestras conciencias que, casi inevitablemente, nos hacía mirar de reojo y con recelo, a cualquier vecino de rasgos magrebíes.
Lo más terrible de esta realidad, no es el terrorismo en sí, sino el pánico que provoca en los Estados y en nosotros; la desconfianza sobre lo extraño, el terror a lo posible, el miedo a todo aquel que no se nos parece.
Estos tres asesinos han desgañitado las alarmas, han trastocado los sistemas, han secuestrado nuestro sentido común. Lo han logrado: nos han acojonado a todos. Tres mamones, “iluminados” por la locura, han infartado las neuronas en las que radica la tolerancia, el respeto y la justicia que nos debemos cientos de millones de personas que, todos los días, luchamos por construir un mundo civilizado y multicultural.
Somos imbéciles. Cada día estoy más convencido de que el peor yihadista que existe, es el que habita en nosotros –en nuestros prejuicios, en nuestra ignorancia- y que se alimenta de nuestros miedos.
Francisco Fernández-Pro