Cuentan los Evangelios que Jesús de Nazaret, entró un día en el Templo de Jerusalén y, viendo el desastre de tanta avaricia, hizo un látigo con cuerdas y, a la vez que gritaba, “¡Habéis convertido mi Casa en cueva de ladrones!”, corrió a zurriagazos a todos aquellos mendas que –previa comisión pactada con los sacerdotes- aprovechaban el Culto, para vender con usura las ofrendas que los fieles debían hacerle a Dios.
Tuvieron que pasar quince siglos desde entonces, para que un sacerdote cristiano convulsionara los cimientos de la Iglesia con algo parecido. Fue en el primer cuarto del siglo XVI, cuando el fraile agustino Martín Lutero (Profesor de Teología en la Universidad de Wittenberg y Doctor en la Biblia), clavó sus 95 tesis en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg, en las que condenaba la avaricia en la Iglesia como un abuso que atentaba contra los principios evangélicos, a la vez que pedía una disputa teológica sobre las indulgencias que el Papa León X, había mandado vender para poder costear la obra faraónica de la Basílica de San Pedro en Roma. El final todos lo sabemos: Lutero fue excomulgado y, con él, todos sus seguidores.
Han tenido que pasar cinco siglos más, para que alguien volviera al ataque. El Papa Francisco –que tiene arrinconada a media curia-, se ha quitado el cíngulo y la ha emprendido a zurriagazos con tanto parásito que infesta a la Iglesia. No se han salvado ni los sacristanes. A los fieles los ha animado para que tengan el valor de enfrentarse a cualquier cura que pretenda cobrarles, en la Casa de Dios, lo que Dios concede graciosa y gratuitamente (su perdón, su bendición o su Amor sin condiciones); a los sacerdotes les ha advertido que si son pastores, deberían oler a ovejas un poquito más; a los obispos y cardenales, les ha recordado que si su deber es ayudar a los pobres, estar con los más necesitados, hacerse –en ellos- uno con Cristo, no pueden vivir como faraones;… Su último discurso lo acabó con una pregunta que no era sino una rotunda aseveración: “¡Qué lástima!, ¿verdad?”
La Iglesia, a lo largo de dos milenios, tuvo muchos santos, pero también demasiados santurrones; muchos héroes, pero también demasiados buscavidas; mucha gente de bien que, con humildad, supo seguir a Cristo y hasta morir por Él, pero también tuvo demasiados polizones, practicantes sólo del boato y del alarde.
Muchas veces la Iglesia puso mayor interés en los poderes terrenales, que en la Caridad a la que se debía… y eso, que ya fuimos advertidos: no se puede servir a Dios y al dinero. No podemos exhibir el ayuno, rasgarnos las vestiduras y mostrarle a todos la limosna que damos, a la vez que descuidamos el Amor, la comprensión y la tolerancia con la dignidad del otro.
Es simple: el único compromiso que un cristiano debe asumir, es hacer con los demás –y, sobre todo, con los más pequeños- exactamente lo mismo, que nos gustaría que ellos hicieran con nosotros.
La Revolución de Cristo se resume en una sola frase: “Ama al prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, los encargados de transmitirnos esta Verdad, se olvidaron muchas veces de cómo se hacía, de cómo se llevaba a la práctica y, entonces, se contentaron con retenernos a su lado, amenazándonos con una ira divina que, realmente, Jesús sólo la proyectó contra los escribas y fariseos, por su hipocresía, y contra los mercaderes del templo, por su avaricia.
Quizá fuera por todo esto que la Iglesia Católica siempre estuvo en entredicho; y quizá, por eso, cuando la gente perdió el miedo que nos predicaban desde los púlpitos, fue abandonando una Iglesia que no supo mostrarnos el verdadero Rostro de Cristo.
En todos estos años he conocido a sacerdotes que me acercaron a Él y a otros que me alejaron. He conocido a obispos sencillos y campechanos, y a cardenales que mejor hubiera sido no conocer nunca. He sabido de hombres y mujeres que rechazaron a Dios para siempre, porque el cura que les tocó en suerte había olvidado –por cualquier rincón oscuro- las llaves del Reino de los Cielos; pero, sobre todo –y eso es lo que más valoro-, he conocido también a personas normales, con auténtica Fe, que con su ejemplo han sabido mostrarme a ese Cristo que, muchas veces, no encontré en ningún Templo.
Lo confieso: este Francisco está resultando tan buen quijote y lanza sus zurriagazos con tanto tino, que hasta me está haciendo creer que los papas son infalibles.
Francisco Fernández-Pro