Este Papa tira con pólvora. No para apicholar a nadie (aunque alguno haya caído), sino para despertar a los que andaban dormidos y, de paso, darle algún que otro susto a los que se habían acomodado –hasta el arrellanamiento- en la Doctrina de la Curia y la burocracia de una Iglesia que, demasiadas veces, ha parecido caminar a leguas del Espíritu de Cristo.
Esta semana pasada, Francisco dio la última campanada; o, mejor, el último aldabonazo a la Conciencia de los que dicen llamarse cristianos; y lo ha hecho de forma espectacular: abrazando a los divorciados, a todos los creyentes que un mal día se equivocaron en una de sus elecciones (como tantas veces nos ocurre a los hombres) y, cuando apercibieron su error, arrepentidos, quisieron corregirlo para vivir felices el resto de sus días (tal como nos enseña la Iglesia), pero ya ni había forma humana de dar marcha atrás, ni perdón divino que lo permitiera (a no ser –eso sí- pasando por la caja registradora del Tribunal de la Rota)
El Papa, para su abrazo, argumentó la inocencia y el bien de los hijos: ¿qué culpa tienen los hijos, nacidos en un matrimonio cristiano que decide separarse, para dejar de recibir los sacramentos, alejarse de la Iglesia y dejar de pertenecer a ella?
Confieso que yo siempre estuve de acuerdo con el divorcio; pero confieso, también que, si mis argumentos como ciudadano pasaban por los derechos de los hijos a no convivir violentados, el de los cónyuges a decidir su propio futuro y el de cualquier Hombre a rectificar sus errores responsablemente, el que esgrimía como cristiano, era otro bien distinto al que ha sugerido el Papa Francisco.
Lo que a mí me enseñaron, desde pequeño, es que Dios es la Naturaleza del Amor; por eso, el sacramento del Matrimonio, es el único en el que el sacerdote no es el oficiante, sino un mero testigo: los oficiantes, son los novios que se casan. Ellos, con su mutua y libre aceptación del Amor del otro, consiguen que el Espíritu del Amor –Dios- descienda sobre ellos y, con su presencia, haga indisoluble esa unión. Hasta aquí llega el catecismo. Ahora viene la reflexión lógica que cualquiera puede hacerse:
Hay muchos matrimonios que no se celebran por Amor: desde el que lo hace con el desconocimiento de la inmadurez, al que persigue intereses creados; desde el que se utiliza como terapia del aburrimiento y de la soledad, al que se celebra para remediar una barriga inoportuna o el calentón de una bragueta que ha de pasar por vicaría (aunque de estos quedan cada vez menos); incluso –hasta hace muy poquito- se celebraron matrimonios por razones de Estado (la lista sería interminable)… Pues bien: en estos matrimonios el Amor no fue invitado y, por tanto, Dios no estuvo en la boda. Si esto es así, la Iglesia debería aceptar que Dios no bendijo la unión y, en consecuencia, debería considerar estos matrimonios no-válidos desde el principio.
También existen casos en los que sí hubo Amor; pero fue un Amor que, después, no se supo alimentar; y, cuando el Amor que no se alimenta, acaba marchándose sin remedio. Lógicamente, con el tiempo, la felicidad se convirtió en infelicidad y la Verdad en mentira; y creo que la Iglesia (que, según el catecismo, somos todos) debería hacerse una pregunta: si Dios es el Amor que une a una pareja, cuando el Amor se va, ¿qué pasa con Dios?
Siempre he creído que, cuando el Amor se pierde, es mejor volver a buscarlo y dejar de disimular su presencia. Si Dios es el Espíritu del Amor, ¿no bendecirá con mayor certeza esta nueva búsqueda, que la permanente hipocresía de una convivencia sin Él?; ¿no considerará más digna esa búsqueda, que mantener una vida marital sin Amor alguno?
Estoy seguro de que este Papa seguirá tronando; pero es que la cosa tiene ciquitraque para rato.
