Es curioso, pero cuando nos adentramos un poco en las hipótesis referentes a las fluctuaciones en los movimientos demográficas, podemos apreciar que, a través de la historia, se han ido produciendo distintos y, muchas veces fatales acontecimientos que, provocando una elevada mortandad, han venido a paliar los problemas que el exceso de población podían haber provocado. Según estas hipótesis, esos hechos ocurren periódicamente.
Basta con fijarse en cómo, cuando la población del mundo conocido comenzaba a incrementarse haciendo peligrar los abastecimientos de recursos, surgía una epidemia, una guerra, algún tipo de circunstancia o catástrofe que, en un espacio mínimo de tiempo, provocaba un éxodo masivo o un repunte en el índice de mortalidad; de forma, que esos hipotéticos males, acababan convirtiéndose en las “soluciones” -indeseables e imprevistas, pero soluciones a fin y al cabo- al problema de la superpoblación.
También hipotéticamente, en este sentido, podríamos convenir que el problema actual en nuestro entorno, es el contrario: la pirámide poblacional –con los adelantos médicos y los controles de natalidad- anda invirtiéndose (nacen menos niños y mueren menos adultos) y eso, a niveles de Economía Global, se traduce en que el número de los ciudadanos que cotizan va disminuyendo, mientras que aumenta el número de los dependientes… y, lo peor: esto ocurre en una época de crisis galopante, en la que los administradores de lo que es de todos (léase políticos), no han querido –por sátrapas- o no han podido –por ineptos-, prevenir con prudencia en los años que fueron de vacas gordas, para haber podido afrontar estos que venían de vacas flacas y que se nos están comiendo por los pies.
Pero todo lo dicho, no sólo supone un cambio en la tendencia demográfica, económica y en el bienestar de los pueblos, hipotéticamente –y como consecuencia de todo ello-, el cambio también se produce en la percepción ciudadana de las estructuras de los estados. De hecho, si hace unos años todo el mundo apostaba por la completa globalización y la inmensa mayoría ponía sus esperanzas en un mundo reconvertido en Aldea Global sin fronteras ni aranceles, para la que incluso se intentó que cuajara la ingeniosa ingenuidad del esperanto, hoy en día vemos reculando hasta al más pintado. En cuanto ha saltado la primera alarma, todo el que proclamaba la necesidad de compartir lo que debía ser de todos, ha metido la cabeza en su agujero y se anda defendiendo -como gato panza arriba- ante el hipotético peligro de que alguien de fuera venga a quitarle lo propio.
Los antisistemas se han movilizado y han crecido como chinches; y, no sólo porque no les gusten los sistemas políticos al uso (esas estructuras de estados de la que hablábamos), sino también porque quieren más de lo que tienen, pero no están dispuestos a dar más de lo que han repartido ya (aunque, hipotéticamente,, algunos de estos movimientos –que tanto aparecen por la derecha como por la izquierda- alardeen de solidaridad e incluso reivindiquen a los sin-patria)
La realidad es la que es y no hay otra. La que conocemos nos induce a plantearnos la hipótesis de que el movimiento de los antisistemas es ultraconservador porque, en realidad, se empeña en cambiar las cosas… pero sólo para poder mantener lo que ya poseen (y, si no, que se lo digan a los votantes de Trump que, hipotéticamente es, con diferencia, el movimiento antisistema que mayor éxito ha obtenido) Más, al final, no hay nada nuevo bajo el Sol. Estamos hablando de lo que en Ciencias Políticas se conoce como el gatopardismo o lo lampedusiano.
Fue en la década de los cincuenta cuando José Tomás de Lampedusa, en su obra “El Gatopardo”, descifró la fórmula de la verdadera naturaleza de las revoluciones; y lo hizo en forma de categórica paradoja: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”… ¡Esto sí que resulta una verdadera Tesis!