Somos justos, pero somos tontos; y no es que estemos los tontos justos, que de gilones tenemos a manojitos.
Muchas veces me han fastidiado las decisiones del Tribunal Constitucional, pero sus fallos se basaban en la Constitución y salvaguardaban nuestra convivencia; y, por eso, las he aceptado de buen grado.
Ocurrió cuando se legalizó Herri Batasuna. Al principio no entendí que un Estado Democrático reconociera a un partido político que luchaba contra él. Después comprendí que, precisamente, por ser un Estado de Derecho, la Ley sólo podía actuar contra los hechos consumados (contra los actos de terror), pero no podía condenar ni prohibir el pensamiento libre y abstracto, la ideología de quienes no habían actuado contra las leyes. Sin embargo, una vez abierta la gatera, la escalada fue progresando. La Justicia y los Derechos que emanan de nuestra Constitución, han ofrecido siempre unas posibilidades tentadoras a la manipulación de quienes no creen en ella.
Fue así cómo filoetarras, independentistas, antisistemas y extremistas de todos los colores, metieron cuchara y tenedor, para financiarse de las arcas públicas y salvaguardarse con las leyes que nos dimos cuando quisimos construir nuestra Democracia. Por eso, conceptos constitucionales como Unidad Territorial o Monarquía Parlamentaria, son vapuleados constantemente e individuos de ideologías inconstitucionales -en las que apoyan sus propuestas políticas-, acceden al poder y a las subvenciones que, según nuestra Carta Magna, el Estado de Derecho debe concederles.
Ocurrió en Cataluña cuando la filosofía independentista intentó convertirse en acción consumada. Intervino la Ley y, aparentemente frenó la intentona e, incluso, inhabilitó a Torra para cualquier cargo público. El problema es que la propia Ley es la que concede a los mismos independentistas las competencias para hacer efectivas las penas impuestas. De ahí, no sólo que Torra pueda seguir usurpando la presidencia de la Generalidad, sino el cachondeo que se traen estos maestros del birlibirloque y el saqueo con el resto de los españoles (y más aún con los catalanes no independentistas).
Lo mismo podríamos decir de los antisistemas y los antimonárquicos. Podemos pensar y exponer argumentos contra la monarquía; sin embargo, no vale todo. No se puede manipular la verdad o tergiversarla, tomando lo que me gusta de ella y omitiendo lo que no me conviene.
La corona se hizo para la cabeza: dejemos, pues, las braguetas en paz, que cada cual tiene la suya y suya será la obligación de responderle por ella a quien corresponda. En cuanto a los regalos de otros mandatarios al Rey Juan Carlos -como el palacio estival en el que hoy pasa sus vacaciones Pedro Sánchez-, tendríamos que contar con infinidad de datos que nos faltan. Por eso, precisamente, está la Ley y están los jueces… y para eso, también, es la Presunción de Inocencia (sobre todo, la de un hombre al que, todavía, nadie le imputó ninguna causa)
No obstante, creo justo en estos momentos recordar el papel fundamental que Juan Carlos tuvo, como Rey, en varias ocasiones de nuestra Historia reciente y que, si queremos ser objetivos, deberíamos tener presente, empezando por la definitiva liquidación del franquismo (que se inicia gracias a él cuando, sorpresivamente, de la terna que le presentan las antiguas Cortes para que elija nuevo Presidente de Gobierno, Juan Carlos elige a Adolfo Suárez, un jovencísimo Secretario General del Movimiento). Posteriormente, la legalización del Partido Comunista, las primeras elecciones democráticas, la Transición en paz que, definitivamente queda rematada el 23-F cuando el Rey lanza su mensaje y todo el ejército hace piña con él. Más tarde, sería la entrada en Europa, el reconocimiento de todos los países a su figura, sus visitas por todo el Mundo recabando apoyos -no sólo diplomáticos- sino también financieros, para engrasar goznes y abrir puertas de ida y vuelta a los empresarios nacionales e internacionales, propiciar el escaparate cultural y científico de una España moderna, a través de “inventos” como la Fundación Príncipe de Asturias, su impulso a los astilleros españoles, a las empresas ferroviarias, a la Organización de países iberoamericanos, su implicación con las Olimpiadas de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla,… y, después de todo esto -sobre todo esto y lo que quedó en el tintero-, su gesto público de arrepentimiento, solicitando el perdón del Pueblo español por los errores cometidos como ser humano (“Me equivoqué. Lo siento: no volverá a ocurrir”).
No soy monárquico, pero reconozco que, la mayoría de las veces, me alegré de tener a Juan Carlos como máximo representante de los españoles (sobre todo, teniendo en cuenta la calidad política de los “otros” individuos que nos representaban).
Los antimonárquicos han iniciado el acoso y derribo de la Corona. Es uno de sus claros objetivos ideológicos y, por eso, es algo que la Constitución no debiera permitir: una cosa es que cada cual piense lo que quiera y otra -bien distinta- es que, para conseguir lo que se pretende, se monten campañas de difamación y manipulación, contra una de las Instituciones fundamentales y de mayor prestigio internacional de nuestro Estado.
Lo siento, pero me reitero en lo dicho: somos justos, pero pecamos de tontos. Como demócratas, debemos aceptar cualquier ideología, pero no deberíamos permitir que esas ideologías actúen contra las leyes que nos dimos para poder convivir, aunque sólo sea para poder evitar -de una puñetera vez- que nos tomen el pelo tan descaradamente y nos hagan pasar por gilipollas.