Hoy finaliza la Semana Santa de este año porque, por mucho que algunos se empeñen, no acabará hasta pasado este Domingo de Resurrección.
He de confesar que me sorprende la actitud de los cofrades que sólo viven el día de sus Titulares o que, desde muy antiguo, acotan el sentido de estas fechas, sólo a la representación de la Pasión de Cristo, es decir: desde el Domingo de Ramos al Santo Entierro. Tanto es así que, como algún amigo me decía, en Sevilla la Hermandad de la Resurrección es la menos celebrada y en la mayoría de los pueblos, ni siquiera existe esta Hermandad.
Este año, de procesiones impresionantes, los días fueron magníficos; tanto que, si no hubiera sido por el susto del badajo de la campana de Santa María, las estridencias de los escandalosos tamborcitos de los niños, los tempraneros mosquitos del miércoles santo, el insoportable traje reglamentario con la caló de los primeros días; si no hubiera sido por el montón de chiquillos disfrazados de nazarenos o de nazarenos que no eran penitentes y que sólo salían de paseo por vacilar de capirote; si no hubiera sido por el montón de niños y adultos –¡tan jartibles!- pidiéndole la cera a los penitentes de verdad, cuando trataban de mantener el recogimiento de sus pensamientos y sus oraciones… Si no hubiera sido por eso, digo -a riesgo de quedar como un esaborío-, podríamos afirmar que ésta hubiera sido la Semana Santa perfecta.
Pero aún hay algo que nos queda por hacer. Lo más importante de todo: celebrar como debemos este Domingo de Resurrección; porque la Semana Santa -en la que magníficas imágenes de pasión procesionan por nuestras calles, en un rosario de calvarios, sayones, espinas, lágrimas y cruces-, no dejaría de ser la fiesta del masoquismo y de la mayor frivolidad, si no fuera por esta hermosa y necesaria Esperanza de la Resurrección del Hombre.