En el último de mis artículos reflexionaba sobre el desencanto de mi progresismo o la obviedad de su mutilación. Decía que he llegado a la conclusión de que, cuando hablamos de progresismo, lo hacemos de una tendencia política y no de una ideología definida, pero que esa tendencia, que siempre nos pidió que avanzáramos en el Bienestar, últimamente nos está exigiendo de tal forma que lo hagamos todos a la vez –prietas las filas, recias y marciales-, que se está desvirtuando el asunto y el que no entra por el aro, se convierte -por mor de no sé qué puñetera ocurrencia ni de quién- en un apestado, un fascista o un enemigo. Por eso, decía también, que ese Progresismo tan uniforme, acaba uniformándonos y eso no me gusta ni un pelín. En verdad, creo que España el Progresismo ha finiquitado, para dar paso a la Progresía Antiliberal.
Como reacción a estas reflexiones, opté por leer sobre el Liberalismo y, profundizando un poco, me di cuenta de que no existen grandes diferencias entre el Progresismo y el Liberalismo; sin embargo, sí existe una esencial que, llegado el momento que nos ha tocado vivir en España, tiene una gran importancia.
Ya hemos dicho que, para el Progresismo, lo fundamental es el Estado de Bienestar general: el problema es que todos debemos avanzar hacia un mismo horizonte. El Liberalismo, sin embargo, antepone sobre todo -o pone bastante más énfasis- en la libertad y la tolerancia en las relaciones humanas, fundamentadas en el libre albedrío y en el principio de no agresión entre los que piensan distinto (y esto sí que es compatible con mis principios como demócrata-cristiano)
El pensamiento político liberal se fundamenta en tres grandes ideas: la primera, los derechos individuales inviolables (según John Locke, vida, libertad y propiedad privada); la segunda, la libre y justa elección de nuestros gobernantes (lo que exigiría una profunda reforma de nuestro actual sistema electoral); y la tercera, la existencia de un Estado de Derecho con una clara separación de poderes y que obligue a todos a respetar las reglas, impidiendo el ejercicio arbitrario de esos poderes (y en este asunto, sí que hay un montón de tela que cortar en nuestro país)
Estos principios fundamentales del Liberalismo, exigen el desarrollo de los derechos individuales de los ciudadanos –porque, a partir de ellos, progresará la sociedad-, la igualdad de todos -sin privilegio alguno- ante las leyes, la libertad de culto (y, por tanto, la laicidad del Estado), la propiedad privada (y, por tanto, la libre iniciativa y competencia); y, en definitiva, la organización de un Estado de Derecho con poderes limitados (y bien delimitados) por una Constitución votada por el Pueblo.
De estos principios surgieron las democracias liberales que han posibilitado, durante más de dos siglos, el gobierno y desarrollo de casi todos los países occidentales y, quizá sea por eso que el Humanismo que profeso me hace reaccionar últimamente, revolviéndome las tripas cuando observo en España cómo -en nombre del Progresismo que siempre defendí- se manipula al Pueblo, se vapulea a los contrarios y, entre cambalaches, tres salvapatrias insomnes se apropian de nuestras instituciones.
Decididamente pienso que en nuestro país, por mucho que se le nombre y cacaree, el Progresismo ha pasado a mejor vida o ha quedado mutilado y desvirtuado por la Progresía Antiliberal; y, por eso, precisamente por eso, creo que sólo nos queda la esperanza de un resurgimiento Liberal. Ojalá ocurra pronto.