Hoy es Navidad: el Día de nuestras Raíces. El día en el que conmemoramos lo que somos como Sociedad: lo que sentimos y vivimos como miembros de una Comunidad de seres humanos que, durante siglos, han compartido los mismos principios y la misma Fe. Por eso hoy es un día tan nuestro.
Cuando aún se despereza nuestro siglo XXI, hay quienes optan por rechazar la tradición por antigua, por obsoleta; y aún más, la Fe en un Niño recién nacido que no les dice nada. Sin embargo, los hechos les traicionan, porque resulta imposible sustraerse del ambiente y de la tradición que los impregna. Esa tradición –siempre viva- de los encuentros esperados, de las nostalgias mínimas, de los hogares aguardados,… y es tan fuerte y tan radical esa tradición que, quien no la comparte, la sufre.
Habrá quienes no tengan fe o quienes no deseen tenerla, quienes no quieran quedarse y quienes huyan del encuentro, quienes renuncien a compartir la mesa; pero, íntimamente –lo quieran o no-, todos sentiremos la dicha o la desdicha de lo que hacemos. Las raíces son así: nos alimentan generosamente, pero cuando las negamos y renunciamos a nutrirnos de ellas, sobreviene la irremediable caquexia.
No importa que neguemos nuestra fe, que consideremos ridículo el nacimiento del Amor, que –por ignorancia- no aceptemos la Historia que nos identifica o que –por esnobismo- no compartamos las costumbres que heredamos, porque lo que, realmente, hace a este día tan especial, es que en él –lo aceptemos o no- emerge nuestro Humanismo más íntimo y los hombres nos tratamos de otra forma.
La Navidad no llega: la construimos.