Cuando, últimamente, intercambio opiniones con ciertas personas, me resulta curioso el concepto que algunos tienen sobre la Monarquía Parlamentaria y la Constitución.
Personalmente, cuando pienso en el Espíritu de nuestra Carta Magna, suelo adoptar como referencia la Constitución de los Estados Unidos de América que, aprobada por la Convención Constitucional de Filadelfia en 1787, es la más antigua de las vigentes en el Mundo (ahora cumplirá 133 años).
Pues bien, en todo este tiempo la Constitución de Estados Unidos “vivió” veintisiete enmiendas, de las cuales, las diez primeras -conocidas como “la Carta de Derechos”-, se formularon en 1789, sólo dos años después de su redacción y en un solo “paquete”. Después, vinieron otras que resultaban imprescindibles, como la abolición de la esclavitud en 1865, el Sufragio racial en 1869, las Elecciones directas para el Senado en 1912, el Sufragio femenino en 1919… Lo dicho: veintisiete enmiendas de esta guisa, en 133 años.
Nuestra Constitución también se adaptó a las nuevas circunstancias que nos tocó vivir a partir de su aprobación en 1978 y asumió una enmienda en 1992, por la que los ciudadanos europeos obtenían el derecho de votar y ser votados en nuestro país.
Hasta aquí, pues, unos retazos que nos indican la importancia del equilibrio Constitucional en una Sociedad, la necesidad de mantener nuestra Carta Magna – la Ley de leyes que nos garantiza la convivencia plural, en paz y libertad- exenta de excesivas fluctuaciones debidas a intereses espurios, luchas partidistas, manipulaciones, fobias y mala baba. A fin de cuentas, se trata de los cimientos en los que se apoyan los pilares básicos del Estado y sobre los que se edifica la Sociedad en la que vivimos.
Dicho esto -y volviendo al principio- me sorprende que, todavía, halla quien rechace nuestra Monarquía, argumentando “que no es democrática, ya que no la eligió el Pueblo” Se puede ser monárquico o no, pero nadie puede ignorar que la Corona está integrada en el Título Preliminar de nuestra Constitución (Artículo 1.3) y, por tanto, fue votada en las urnas en 1978, obteniendo el SÍ del 88’5% de los españoles. Por tanto, esta Monarquía Parlamentaria es Constitucional, porque así lo dice la Constitución; es Democrática, porque así lo quiso el Pueblo español en Referéndum y, si me aprietan, incluso añadiría que supo doctorarse “magna cum laude” en Legitimidad Democrática, el día 23 de febrero de 1981.
Habrá quien diga que ellos no lo votaron porque no habían nacido o no tenían la edad para votar. ¿Se imaginan, entonces, lo que pasaría con la Constitución de Estados Unidos de 1787? Es más, ¿se imaginan lo que pasaría en Inglaterra donde, a falta de Constitución, existen ciertos documentos como fundamentos de lo que sería lo más parecido a una Ley de leyes, entre los que se encuentran -aún vigente- “La Carta Magna” de 1215 que los nobles arrancaron a Juan Sin Tierra o “La Carta de Derechos” de 1619?
Por eso, al comienzo, afirmaba que no llegaba a comprender los argumentos de ciertas personas. Aunque intuyo dos posibles razones: desconocen la Historia o confunden los conceptos.
En efecto, hoy hay muchos españoles que no pudieron votar la Constitución del 78: es lógico. Pero si lo reflexionaran un poquito, a los que tanto se quejan debería bastarles saber que quienes la votaron, fueron los que vivieron la vida y la muerte de las trincheras, la posguerra del hambre y del odio, las calores de las eras y las espigas, la España devastada de los churretes, el panaceiteyazúcar, las moscas, las pulgas y las garrapatas, la Edad de las palanganas, los lebrillos, el jabón verde y los estropajos, los carros, los cerones, las bestias, los cántaros, los botijos de barro y las idasyvenidas a por el agua de las fuentes y los pozos.
Por eso, los que tanto vituperan nuestra Carta Magna y la Monarquía que la defendió cuando tuvo que hacerlo, deberían pararse a pensar en que los que votaron nuestra Constitución hace cuarenta y dos años, fueron -precisamente- los que lucharon por ella hasta la extenuación, porque la necesitaban para sobrevivir o, simplemente, para comenzar a convivir en paz; y eso, no sólo debería bastarles, sino que debería servir para que se sintieran orgullosos del Estado que soñaron sus padres y sus abuelos, la Constitución que consensuaron y la Democracia que supieron construir entre todos.