Franco no había muerto cuando entré en la Facultad de Medicina de Sevilla y, durante los primeros años, me sentí inmerso en aquellas movidas estudiantiles de entonces: unas de entretodosjuntos (sobre todo, aquella “marcha blanca” con la que forzamos la apertura del Hospital Universitario de la Macarena) y, otras, de los unoscontralosotros.
En toda esta vorágine, aparte de a estudiar, me dedicaba a ver tetas en la revista Interviú y aprovecharla para leer los magníficos artículos de Antonio Gala. Fue, precisamente, uno de los que escribió en su columna “Diálogos con Troylo”, el que me concienció por primera vez –y ya para siempre- del respeto que se merecían los homosexuales. Lo inevitable del Amor y sus tendencias; lo terrible de amar sin esperanza alguna; el Sino de quien es señalado y perseguido por enamorarse de quien no debe; y su lucha –casi siempre estéril- por lo que ama.
Como era quijote desde chiquito, hice mía esta causa, como hacía con todas las causas imposibles. A mis compañeros les chocaba que los defendiera. A todos, sin excepción: a los que luchaban –conmigo- en las movidas de entretodosjuntos y a los que luchaban –entre ellos y sin mí- en las contiendas delosunoscontralosotros. Mis amigos de ambos bandos (los de los guerrilleros de cristo rey y los de la joven guardia roja), se extrañaban de mi filosofía; mientras yo me sorprendía de que gente, que se decían tan distintas, se empacharan por igual con los mismos prejuicios. Azules o rojos, rojos y azules, estaban completamente de acuerdo en que los maricones eran maricones… y punto (supongo que era algo que, en aquel tiempo, tanto se mamaba por la derecha, como por la izquierda)
Con los años reforcé mis ideas y, hace sólo tres, el Papa Francisco escandalizó al personal con una afirmación que me hizo feliz y que, inmediatamente, dio la vuelta al Mundo: «Si una persona es gay, busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?«… ¡Bien por Francisco!
Los agravios son una innecesaria estupidez que, además, para el cristiano, atentan contra uno de sus mandamientos fundamentales: “Amarás al prójimo como a ti mismo”… Por eso el Papa hace muy bien en prevenir los que pudieran proyectarse desde su Iglesia (desde esta Iglesia de cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y seglares, a los que tanto nos cuesta, casi siempre, dejar de ser más papistas que él)
Teniendo en cuenta estas premisas, sólo se puede entender lo que pasó la semana pasada en Santa Cruz, no en función de la condición sexual de quien quería apadrinar al niño, sino en la importancia y la naturaleza de las obligaciones que, como padrino, debía de contraer con su ahijado y con la Iglesia; pues éstas les exigen educar al neófito según el catolicismo… y, lógicamente, quien no se atiene a sus normas, no las conoce, no las practica o no cree en ellas, difícilmente puede asumir la educación en las mismas de su ahijado (aunque, para ser realmente justos, si tuviéramos en cuenta esta premisa, seguro que más de la mitad de los apadrinamientos actuales deberían negarse por las mismas razones)
Sin embargo, presencio con disgusto que lo que está ocurriendo, es lo mismo que antaño pasaba con mis compañeros de Facultad. Los extremos se tocan y adolecen de los mismos prejuicios: en este caso, el de la intolerancia; pues con la misma lógica expuesta en el caso anterior, también deberían evitarse los agravios contra los católicos. Al menos, yo creo que idéntico respeto se merece un creyente que un homosexual y que nadie debería llenarse la boca con las libertades, si no piensa tragárselas y digerirlas tal cual, sino escupírselas a los demás transformadas en agravio y represalia.
Lo que ha pasado esta semana en Sevilla no tenía pies ni cabeza; y, menos mal que no ha prosperado el intento. Quitarle su calle a Santa Ángela de la Cruz (la madraza de tanto necesitado, de tanto enfermo, de tanto pobrecito: la mujer con el corazón más grande que se ha parido a la sombra de la Giralda) y dejársela a Victoria Kent o a la Pasionaria, ya no es cosa ni de izquierdas, ni de comunistas, ni de podemitas, sino de gilipollas integrales que desconocen completamente el Espíritu de Sevilla y que sólo han mamado de la ira, la ignorancia y el resentimiento.
En nuestro país, la derecha y la izquierda tienen la obligación de aprender a convivir, porque España no puede volver a fracturarse mitad por mitad. Sería bueno que nos pusiéramos en el pellejo de los otros, para empezar a respetarnos con un criterio razonablemente lógico y un mínimo grado de justicia. Quizá, con ello, le haríamos un bien a las generaciones que tanto sufrieron y le brindaríamos una esperanza a las que están todavía por llegar.