El día 27, cuando escuché la sentencia que el Tribunal de Justicia de Navarra había fallado contra los miembros de “la Manada”, como padre y como hombre, sentí una enorme indignación y una terrible impotencia que, pocos minutos después, pude materializar en una respuesta encorajinada a unos versos que, mi queridísima Amiga, Rosario Bersabé Montes, había escrito en su muro. Ella, con su facilidad y genialidad habitual para los octosílabos, había colgado un poema que finalizaba con estos versos:
“… ¿Confundir las lastimeras
protestas con el placer?
Qué ignorante se ha de ser,
menuda torva de fieras.”
Versos, a los que yo respondí, casi de sopetón, con estos otros:
“… y éste, que la Ley respeta,
como simple ciudadano,
apoyo lo que se expresa,
que si hubiesen sido presas
mis hijas de esos bastardos,
no me bastara un togado
sino el fiel de una escopeta.”
Sin embargo, horas después todo se había desmandado y, a mi indignación como ser humano y, sobre todo, como padre de cuatro hijas, se le fueron sumando –e imponiendo poco a poco-, otro tipo de razonamientos más acordes con la Justicia.
Fueron precisamente los comentarios más contundentes y extremos, tanto en los medios como en Internet (donde yo también los había expresado en verso), los que me hicieron pensar que, quizá, deberíamos refrenarnos un poco y reconsiderar nuestros razonamientos, si lo que realmente pretendíamos –como siempre lo pretendo yo- la mayor objetividad posible.
Lo cierto es que sentí que había (pre)juzgado teniendo en cuenta las informaciones que me habían llegado por infinidad de medios (prensa, tertulias de televisión y radio, programas temáticos de altas audiencias, comentarios de Internet,…); pero debía reconocer que mi conocimiento sobre el caso era nulo comparado con el de aquellos que pudieron estar presente en el juicio, escuchar las partes, visionar los videos que se presentaron como prueba,…
Siempre he mantenido que lo mejor de un Estado de Derecho es, precisamente, que nos garantiza la objetividad a la hora de aplicar las leyes que nos rigen; y, para eso, nos dotamos de jueces: para que interpreten las leyes y sepan aplicarlas salvando la subjetividad que surge de los intereses, el berrinche o la indignación que podemos sentir los que, de vez en cuando, pensamos en usar una escopeta como fiel en la balanza de la Justicia.
Los jueces no pueden cambiar la Ley, sólo pueden aplicar la que está escrita; y, si esas leyes se dictan en el Congreso, deben ser los que están allí quienes carguen con los defectos o los vacíos que contengan.
Pero es curioso: hace sólo un mes, los que ahora gritan –como yo- pidiendo una escopeta, se oponían frontalmente a endurecer las leyes para los delitos más graves (violadores de niños que no escarmentaron, terroristas sanguinarios, asesinos múltiples irredentos, psicópatas irremediables). ¿En qué quedamos? ¿Cómo se puede defender una cosa y la contraria?
Mal asunto es el de los legisladores populistas –comeollas oportunistas del salario ciudadano- que, por quedar bien con todos, actúan como veletas, según sopla el voto o achuchan las masas enardecidas. Mal asunto, sobre todo, para esos jueces que, con años y años de preparación y, estando obligados a dejarse en la puerta de los tribunales todas sus impedimentas (sus intereses, sus filias, sus fobias, sus iras, su mala leche y hasta sus miedos), han de tener los bemoles de manifestarse contra lo que ya sentenciaron en Tele5 o en las redes sociales (donde colgamos poemas pidiendo escopetas).
Lo confieso: el pasado día 27, me olvidé de la presunción de inocencia, de las leyes de un Estado de Derecho, del sagrado cometido de los tribunales de Justicia. Mea culpa. Menos mal que sólo fueron unas horas y, donde yo quería escopetas, hubo jueces.