Hoy se decide el futuro de nuestro país vecino y, con él, mucho sobre el futuro de Europa y, por tanto, sobre nuestro propio futuro.
Es lo malo que tiene la globalización. Compartir es bueno, pero también tiene sus riesgos: tanta dependencia y cercanía, pega piojos.
Para cualquier ser humanos civilizado, reventarse por Alá o por Alé, es una gilipollez morrocotuda, pero el fanatismo tiene un poder inmenso, porque no tiene miedo; por eso nos espanta que alguien –que haya perdido la chaveta en cualquier mezquita clandestina- se nos acerque sin darnos cuenta y le de por el pepinazo. Tanto nos asusta que, inconscientemente, se nos ponen los vellos como escarpia cuando se nos acerca alguien con pinta de “morito”. Esto es lo peor y más inmediato del pánico: los prejuicios que nos ocasionan y las injusticias que cometemos en su nombre.
Pero el miedo tiene otro efecto menos inmediato y más terrible: el de parasitar nuestra conciencia con la sensación de inseguridad, de permanente alerta, pues éste siempre fue una de las mejores armas de los tiranos: la inevitable dependencia de los pusilánimes a sus miedos.
Los fanáticos sólo son los instrumentos de los que saben que el pánico sembrado da muchos frutos. De su siembra brotan ciudadanos timoratos, débiles y dependientes. Además, el miedo tiene dos filos y los dos contra la razón del ser ciudadano: por uno, se nos aborrega y, por el otro, se nos induce a la injusticia, nos conduce a las trincheras, condiciona nuestra libre voluntad e, incluso nos exige el voto al que promete aislarnos del mal sin escatimar medios para ello (ya sea batallando en las guerras sucias, reprimiendo los derechos adquiridos, actuando contra las minorías presuntas o cerrando a cal y canto nuestra solidaridad).
Por todo esto, creo que el problema no es sólo perder el norte, sino también el sur, el este y el oeste: aislarnos de todos los demás. Éste es el sinsentido del que se nutre el terror y en Francia se ha llegado hasta el límite mismo de este sinsentido. Allí el terrorismo yihadista es peor que en otros sitios; pero todo tiene su por qué.
La Francia del siglo XIX, cuando la globalización que se concebía sólo era bajo los auspicios del imperialismo, dominó el Magreb y, andando el tiempo, delimitó con el Reino Unido –artificiosamente y, según los intereses de cada cual- las fronteras de todos los territorios de Oriente Medio que ahora están a un punto de reventar. Los países implicados en toda esta locura, surgieron de los exclusivos intereses franceses e ingleses. Ahora, muchos de sus habitantes intentan pasarles una factura envuelta en resentimiento y locura.
Sin embargo, ya en el siglo XXI, debería prevalecer la cordura: la Democracia sobre la Dictadura del miedo, la Globalización sobre el aislamiento, el ciudadano sobre el vasallo o el borrego.
El voto a Le Pen es el voto del miedo a la inseguridad, a la libre circulación de personas, a la colaboración con otras culturas, a Europa. Es el mismo miedo que los ingleses ya manifestaron con su “brexit”. Es el mismo que puede hacer que dejemos de caminar juntos y que nunca lleguemos a conseguir esa meta de bienestar internacional que se propusieron los padres de la Europa Comunitaria.
Ojalá que hoy, en Francia, no le pueda el miedo a los piojos a todo lo bueno que tiene la convivencia y la cooperación, para no caer –con la regresión de los fanáticos- en el abismo de Babel.