Supongo que habrá quien se extrañe por el título de este artículo, pero he de confesar que, llegando estas fechas y con todo lo que nos está ocurriendo, no quería dejar pasar la ocasión para reflexionar -una vez más- sobre un asunto que siempre me preocupa: el de la división, aparentemente inevitable, que sufrimos los españoles. Por tanto, con este artículo sólo intento una reflexión sobre un hecho que creo de vital importancia en nuestra relación y concepción como Pueblo. Más, como han sido varios los textos que escribí al respecto y sigo pensando lo mismo, sólo podía escribir lo que ya escribí antes y, por tanto, sólo cabía limitarme a realizar una actualización de anteriores artículos. Es decir: un gazpacho.
El 18 de julio es un día que se repite todos los años en nuestro calendario y que, inexorablemente, nos recuerda los desgraciados acontecimientos que ocurrieron en el del año 1.936 y, con ello, la triste realidad de las dos Españas de toda la vida; y, aunque podríamos considerar que con esta fecha comenzamos a padecer los aniversarios de nuestra fractura como españoles, en realidad, éste es un mal de siglos, un pecado de siempre. Es la puñetera dualidad de nuestros genes, el color o el calor de la sangre, esa propensión por lo extremo, por los dogmas y los arrebatos. Esa facilidad que tenemos para la ira, la soberbia, la envidia y la mala leche. Es la costumbre bipolar de los españoles de querer una cosa y la contraria o aborrecer las dos al mismo tiempo. España es un país de cainitas y la memoria cainita nunca es generosa ni exacta, porque surge de los genes y la mala leche de Caín.
A esto, se le une otro pecado capital prácticamente insalvable: somos ácratas por instinto; por eso en España, coexisten casi cuarenta millones de partidos políticos: porque cada español tiene el suyo.
Con el tiempo, estos males endémicos se han transformado en dos extremos –el de la derecha y el de la izquierda- y, entre ambos, nos pasamos la vida haciendo equilibrios imposibles, provocando enfrentamientos inútiles, fracturas gratuitas, divisiones absurdas, fobias empecinadas y rencores sempiternos; cuando, si nos fijamos, realmente no existen razones reales para tanto enfrentamiento: sólo intereses espurios de los que saben cómo manipular tanta bipolaridad y tanta rabia en beneficio propio.
Las elecciones autonómicas del pasado domingo han sido un ejemplo claro de lo dicho. Mientras en Galicia la polaridad se ha mantenido en torno a la Constitución pero, claramente, dividida entre derecha e izquierda; en el País Vasco -sin embargo- se ha producido un resultado, consecuencia directa de toda la vorágine política que se ha venido fraguando, tanto en la propia Euskadi como en Cataluña: me refiero a esa pose -mantenida durante años- por algunos partidos constitucionalistas y estudiada para poder sacar rentabilidad política ocasionalmente, sin percatarse del balón de oxígeno que ofrecía a los independentistas ni del daño que sus posturas hacían a la unidad de los demócratas, al Estado de Derecho, a la credibilidad de los jueces y al respeto que se merecen las fuerzas de Orden Público, la Monarquía y la imagen internacional de nuestro país.
Con todo lo que nos está pasando, ahora -cuando se cumple casi la centuria desde aquel 18 de julio-, es bueno reflexionar e intentar comprender por qué se han dado tantos pasos para atrás. Por qué, si nos habíamos dado unas leyes de consenso entre todas las tendencias y -¡por fin!- habíamos hallado, a través del diálogo, un posible camino de concordia, hemos vuelto a la intolerancia, la fobia y el revanchismo. ¿A quién le conviene que los españoles andemos a la gresca?
Pues ustedes me perdonarán, pero yo me niego a esta dinámica (lo hice siempre, antes de ahora y, mucho más, desde que abandoné las ideologías). Rechazo los extremos por perversos; tanto los de esa derecha que se declara “franquista” y canta el “Cara al Sol”, sin darse cuenta que Franco murió hace más de cuarenta años sin dejar ideología; como los de esa izquierda que enarbola banderas rojas con la hoz y el martillo, sin conocer tampoco la terrible tiranía que representan esos símbolos… y, como a mí me da absolutamente igual lo políticamente correcto, con la misma fuerza condeno a la extrema derecha que a la extrema izquierda, al Régimen fascista como al comunista. A los dos por desfasados, totalitarios y tiránicos.
Quisiera pensarme un ciudadano gris, de esos que se pierden en la masa silenciosa huyendo de los extremos. El problema es que no puedo dejar de levantar la voz cuando me indigno… y me indigna que cuatro niñatos se sientan con el derecho a vapulear en la calle o en el metro a cualquier inmigrante o a cualquier sintecho. Me indigna que se abuse de una mujer o de un ser más débil por serlo; que se insulte a los ciudadanos de cualquier tendencia sexual, que se aliente cualquier tipo de violencia contra “los otros”. Me indigna que me puedan llamar “franquista” por llevar una bandera de mi país; que me califiquen de “facha” por acompañar la imagen de un cristo o que me tachen de “machista” por opinar que el aborto es un crimen.
Me indigna, en fin, la provocación porque sí de los unos contra los otros. Ni yo soy más progresista por dejar de ir a misa, ni más reaccionario por llevar un crucifijo sobre mi pecho. Para mí, el ejercicio de los derechos no hace extremista a un hombre; lo que sí puede hacerlo es la ignorancia, la intolerancia, el dogmatismo y el incumplimiento de sus obligaciones.
No hay mayor progresista que el que quiere lo mejor para la convivencia de todos y trabaja por ello hasta con su propia renuncia. No hay peor farsante que el que manipula al Pueblo y pone los recursos públicos al servicio de sus intereses. Para mí –y con perdón-, todo lo demás (la “progresía”, “los retrógrados”, “los fascistas”, “el rojerío”…) todo eso es pura mierda: corpúsculos insignificantes de gente oscura, a las que sólo les interesan los beneficios que pueden conseguir, manteniendo el pulso de las dos Españas a las que yo me niego.