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    Francisco Fernández-Pro: Letras breves… Eruditos

    Mi mayor ambición siempre fue la de parecerme a la sombra de mi padre. Él era un ursaonense orgulloso de sus raíces, químico y catedrático de Matemáticas, experto en su paisano Rodríguez Marín, en Cervantes, en José Hernández y en los clásicos de nuestro Siglo de Oro. Le gustaban los libros tanto como entablar conversación en cualquier fila donde le tocara aparcar su bonhomía por unos minutos. Mi padre me transmitió su curiosidad por todo. Me hizo entender que esa curiosidad era el fundamento del conocimiento, de la formación e información necesaria para poder servir bien a los demás; y que este servicio era el fin último del humanista cristiano. Tanto me enseñó con sus palabras y, sobre todo, con su ejemplo de entrega que, al final, mi vida se ha convertido en un permanente afán por tomar sus instrumentos y transitar sus caminos. Por ello, durante años he procurado formarme como debía: leer mucho, escuchar más todavía, beber en todas las fuentes, comer de todos los panes,… y, así, la curiosidad y la formación -por la que algunos hasta me llaman “erudito”- se han convertido en las mejores armas para mi lucha.

    Si pretendemos servir a una Comunidad, en la práctica hemos de hacerlo con todo lo que implica el respeto: justicia, verdad, honradez, lealtad. Las palabras hermosas y grandilocuentes no son nada por sí solas. En la praxis, lo que sí puede hacer la Palabra es arrancarle las caretas a los violentos.

    Un ignorante desinformado puede ser prudente, receloso de sus propias dudas, conocedor de sus limitaciones. Pero el soberbio, el que desconoce su propia ignorancia, frecuentemente hace patente el camino de su Sinrazón. Un camino que, a falta de argumentos, puede llevar al insulto generando violencia y llenando sus cunetas de ladridos y sus destinos de incertidumbre. Para un extremista sólo existe la bondad de su certeza y no percibe que manipular la verdad o el conocimiento para adoctrinar la ignorancia es apostar por la intolerancia, porque el sectarismo de la (des)información transforma al ignorante prudente en asno airado (que me perdonen los burros). La ignorancia manipulada invita a la osadía de opinar sin argumentos válidos y, cuando estos se ven superados por cualquier lógica, se acude al rebuzno, al ladrido, al grito, al insulto, al golpe en la mesa, a la sinrazón del injusto. Pero no hay que despistarse: esta violenta soberbia, cuando germina en la ignorancia, puede llegar a hurtadillas con las luces de un candil o la blandura de una nube para anidar en nosotros.

    Aprovecho que estamos en Cuaresma para rescatar una reflexión sobre la naturaleza del Hombre que muchas veces he abordado: he llegado a la conclusión de que los seres humanos no somos creaturas de Dios sino de Satanás. Si Dios creó la armonía de un Universo hermoso, seguro que el diablo estaba al acecho para joder el cotarro y por eso se inventó al Hombre. Es la única razón que se me ocurre para explicar cómo el mal se nos hace tan fácil y el bien tan complicado.

    Siempre nos resultó más cómodo recurrir a la violencia que tomarnos la molestia de llegar a un acuerdo. Para muchos hombres es más fácil cometer la afrenta que cumplir con el respeto que le debe a los demás. Instintivamente, lo que más nos conviene es vencer a los otros, prevalecer, imponerse, machacarlos. Eso resulta mucho menos difícil que reconocer mejores argumentos que los nuestros. Hay demasiada violencia en el miedo y demasiado miedo en los hombres, porque el Hombre le teme a casi todo: a lo desconocido, a lo diferente, a lo incontrolable, a que las razones de los otros posean más fuerza que las nuestras.

    El derecho de los demás a ejercer la justicia, la propia dignidad que los ampara, es lo que más fácilmente despierta en los extremistas a esos monstruos de la violencia, del grito y la discordia. El dogmatismo es el mayor cáncer en un servidor público, porque es un mal que, con la misma facilidad que se adquiere, se transmite a los demás y, sin duda, las mejores terapias para este mal se encuentran en la humildad de la duda, la prudencia, el respeto, la formación y la información,… aunque estas cualidades y su ejercicio sean propias de eruditos.

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