Como siempre intenté adelantar cuarenta y ocho horas mi artículo dominical, pero esta noche, cuando me disponía a escribirlo, todo se fue al garete, porque me quedé como en blanco (en el blanco más absoluto)… ¡y mira que había pensado en temas para este domingo!
En estos momentos que escribo, son casi las cinco de la madrugada del sábado, día 14 de noviembre… ¡terrible madrugada!
Hace más de seis horas que sigo las noticias sobre los atentados yihadistas en París. Primero por televisión, ahora en Internet. El último balance arroja un saldo de más de 120 muertos y 150 heridos. Muertos y heridos por bombas, en tiroteos, en frías ejecuciones. Durante más de seis horas me he quedado sin palabras, sin poder conciliar el sueño y sin ganas de escribir letras. Absolutamente sobrecogido, asombrado, perplejo una vez más por la ceguera increíble e injustificable de estos fanáticos criminales que ponen como excusa a un Dios, que debe ser Amor o no puede ser nada.
Pero, de pronto, me he puesto a escribir, porque me he dado cuenta de que estos asesinos me estaban venciendo, ya que lo único que pretendían (lo único que pretenden siempre) es, precisamente, mi pánico, nuestro pánico: esta terrible sensación que nos sobrecoge a todos y que ha provocado que el Estado Francés actúe con medidas que no adoptaba desde la Segunda Guerra Mundial y que España haya comenzado a poner sus barbas a remojar. Esta sensación de miedo al otro que nos ha invadido tan de sopetón y que, seguro, hará que mañana miremos con más desconfianza a cualquier vecino que nos parezca “moro” o disculpemos con mayor facilidad los argumentos y los actos de los xenófobos cretinos; esta justa indignación que, injustamente, provocará que mañana o pasado nos replanteemos nuestro apoyo a los que sufren y vienen hasta nosotros, precisamente, huyendo de estos locos. Este sobrecogimiento que nos paraliza y que esta noche me ha dejado sin palabras y sin ganas de escribir.
La realidad es que, al final, siete u ocho asesinos (aún no tenemos datos exactos, pero no habrán más), nos acojonan a millones de ciudadanos libres que dejamos de ser verdaderamente libres, porque nos imponemos los grilletes del miedo;… y esta gente no tienen armas suficientes para eso, no tienen infraestructuras para eso, no tienen ejércitos para eso; sólo cuentan –y lo saben- con nuestro propio pánico. Así nos vencen, así me vencen: mi miedo es su arma más poderosa. Si claudico en mi tolerancia, me vencen; si endurezco mis posturas, me vencen; si no salgo de casa, me vencen; si no llevo a mis hijos al colegio, me vencen; si me callo, me vencen; si me paralizan, me vencen; y me vencen si me dejan en blanco y no puedo escribir mi artículo de los domingos… y, por eso, porque no estoy dispuesto a darles el gustazo, hoy escribo estas letras.
Francisco Fernández-Pro