En plena Transición escribí que el mayor problema que los españoles podíamos afrontar a medio y largo plazo, podía llegar a ser la incapacidad para distinguir entre los derechos y los deberes, ya que los políticos buscavotos dedicaban todo su empeño (ahora también) a informar de los primeros, olvidándose de recordar las obligaciones que se derivaban y acarreaban esos derechos.
Por desgracia, así ha ocurrido y nuestra Democracia se ha convertido en un jardín de infancia para niños ricos malcriados, donde todo está permitido y a nadie se le exige responsabilidades. Mientras los votos nos lo permitan, lo mismo podemos pedir la luna que romper la de los escaparates de cualquier mercadona.
Los derechos del voto, permiten saltarse cualquier Ley y, acto seguido, servirse de ella para seguir cobrando un sueldo en el “exilio”; también nos permite machacar a todos los demás, siempre que tengamos la mitad más uno… y lo malo es que, cuando llegamos a este punto, los derechos pasan a ser alardes.
Esta semana pasada hemos vivido el ejemplo de uno de estos alardes: el de la fiesta del mal llamado “Orgullo Gay”. Mal llamado, porque el hecho de ser homosexual masculino o femenino, bisexual o transexual,… todo se ha resumido en el de ser maricón (y que nadie se espante, pues el barbarismo “gay” no debería aplicarse en este caso, al ser un anglicismo inútil cuando nuestro idioma, normativamente, tiene tantas acepciones que, sin ningún tipo de connotación peyorativa, deberían prevalecer).
Pues bien, confieso que no entiendo este orgullo del que hablan. Es como si yo lo estuviera por ser heterosexual. Algo innecesario y, lo que es peor, completamente absurdo cuando lo que pretendemos es la igualdad real, no resaltando una condición sobre cualquier otra.
Para ejercer la libertad que nos da la Vida y nuestra Democracia, no es imprescindible hacer alardes por lo que no lo merece. Sería absurdo. El orgullo no deberíamos sentirlo por nuestro fenotipo, nuestro genotipo, nuestra condición o nuestras inclinaciones, sino por lo que somos capaces de lograr en la Vida.
Por otro lado, si existen los ámbitos de lo público y lo privado; si la calle es de todos y todos tenemos el derecho a compartirla; y, además, es de todos la obligación de respetarnos en nuestra diversidad; lo más lógico sería procurar –en base a esta premisa fundamental ciudadana- ejercer nuestros derechos individuales –cualesquiera que se nos ocurran- de puertas para dentro y convivir con las obligaciones comunes y compartidas de puertas para fuera.
Me resulta absurdo el alarde de un desfile bochornoso para tantos; sobre todo, porque el “alarde” puede convertirse en la antítesis del orgullo, ya que conceptualmente, el alarde sólo es la jactancia, la ostentación, el pavoneo, el engreimiento, y la inútil vanagloria que se ejerce –desafiante- sobre la cualidad que no tiene otro mérito, ni otro demérito, que hacer que un individuo –cualquier individuo- se sienta, exactamente, como es.
Tenemos el derecho inalienable a ser lo que somos biológicamente y a ejercer como nos dicta nuestra naturaleza; pero, también, tenemos la obligación –para con los demás- de respetar los espacios de intimidad personal. Quien sea lesbiana, que lo sea. Quien sea heterosexual, que lo sea. Que el hombre que quiera ponerse falditas ajustadas y tacones altos, que se los ponga y procure no escoñarse; y quien se sienta maricón, que ejerza como tal… Sólo digo que, para hacerlo, no es necesario que nos pongan el culo en las narices.