Cuando Franco murió dejó dicho, entre sus últimas voluntades, la de ser enterrado en el Cementerio de El Pardo, donde había mandado construir una última morada para descansar junto a su esposa Carmen. No sólo eso; como no se fiaba de nadie, supervisó personalmente las obras y, en uno de esos gestos de austeridad gallega, pidió que achicaran el proyecto original porque le pareció demasiado ostentoso.
Pues bien, supongo que guiados por lo del prurito imperial, lo primero que hicieron los miembros de su guardia pretoriana, fue pasarse por los forros esa última voluntad y, como muestra de perpetua veneración, enterrarlo en el Valle de los Caídos (el mausoleo más ostentoso de España).
Para Juan de Ávalos fue una faena tener que proyectar, en poquísimas horas, un enterramiento que no estaba previsto y, como no tenía ni losa a juego que tapara, echaron mano de una vieja que -años antes- habían grabado para la tumba de José Antonio y que, al final, fue desechada. Así que, para remate de faena -y, como si fuera un justo castigo de la Historia o del destino político-, taparon los restos de Franco con una piedra rotulada, por el envés, con el nombre de José Antonio Primo de Rivera, cuya doctrina anuló el dictador para siempre y a cuyos seguidores acosó de forma feroz.
Pero, si de todo lo escrito se deduce que el Hombre es necio por naturaleza, entre los que no saben y no quieren saber, entre los que prefieren la víscera a la neurona, surgió el empeño por el agravio… y lo han hecho con tal desatino, que ese intento de discordia -camuflado de Justicia Histórica- lo han convertido en desagravio.
Sólo hay que pensar un poco: esa exhumación de restos -inservibles y caducos-, durante meses, se ha convertido en noticia de primera página en España y parte del extranjero. Franco ha regresado de entre los muertos, lo han alzado como a Lázaro y, para colmo, lo quieren llevar a las alturas (incluso han dispuesto un helicóptero que nos va a costar la pensión anual de un par de pensionistas); de paso, le han quitado el peso muerto de la jodida lápida de José Antonio y, para más inri -¡por fin!-, el dictador podrá descansar junto a su Carmen de toda la vida.
Al final, el Gobierno socialista de Pedro Sánchez, ha bordado la estulticia, demostrando que hay quien embiste rebuznando: han devuelto la memoria de Franco, cuando ya parecía condenado al ostracismo y a ser sólo lo que acabará siendo por mucho que nos empeñemos: el protagonista de una época y de unos hechos pasados y que ya parecían estar superados (que fueron malos para media España y buenos para la otra media); por otro lado, han despertado y enaltecido -en la ira y por la ira- a los que ya habían caído en una hibernación casi irreversible; han sacado a pasear los huesos de Franco por las crónicas políticas del siglo XXI; y, de paso, han cumplido -¡por fin!- con la última voluntad del Caudillo (que, como dije alguna vez, fue la única que sus contemporáneos se atrevieron a saltarse a la torera).
¡Lo que es la Historia, cuando la Historia la escriben los resabiados!