Hoy me asomé, casi por primera vez, a eso que llaman “ceremonia de los Goyas”, pues desde que en 1987 se celebrara su primera edición, siempre me parecieron algo así como la mímesis del “glamour” jolivuriense, transformada en una catetada de las nuestras (como tantas otras que los friquis celebran por querer parecerse a los americanos). Una conquista más del mundo anglosajón en esta tierra nuestra que, tan fácilmente, se rinde al esnobismo impuesto por el marketingdel mal gusto (“hicks sumus”).
La verdad es que en la primera edición llegué –por pura curiosidad- casi a la media hora de programa; pero, desde entonces, nunca he podido verlos ni de refilón sin sentir sonrojo. En todo este tiempo cuando, por eso de la concordia familiar, tuve que soportar alguna vez la tortura de algún resumen, siempre observé los mismos gestos, las alfombras, las mismas poses, los chistes, las reivindicaciones, el postureo, la idéntica frivolidad de los presentadores; y, entre los nominados, la fingida sorpresa de los ganadores, la hipócrita resignación de los derrotados y las palmas sordas de estos a los discursos de molde de aquellos. Las mismas estupideces en cada edición… y, todo, como un mal calco de lo que pasa en “Holywood”.
Sin embargo, confieso que este año me ha resultado distinto (aunque haya sido, lógicamente, “a toro pasado”). Por un lado, quise ver el homenaje a Narciso Ibáñez Serrador, el mago que nos hizo disfrutar a tantos españoles de una televisión nueva y distinta –por atrevida-, en una época donde entretenerse, para los españoles, era tan importante como la propia televisión y tan necesario como ir dando pasos hacia una apertura moral, que Ibáñez Serrador supo procurarnos casi de puntillas, a paso de balé inadvertido.
Pero en esta ocasión hubo algo más. Confieso que he buscado y rebuscado y, al final, he visionado hasta cuatro veces, el magnífico discurso de Jesús Vidal, premio al mejor Actor Revelación por su trabajo en “Campeones”. Sí señor, verdaderos campeones: desde Jesús Vidal a Javier Fresser, pasando por todos y cada uno de los que participaron de alguna forma en un proyecto que ha resultado tan importante para impregnarnos a muchísimos paisanos del valor de la Inclusión y ayudarnos a comprender que “ser distinto”, muchas veces sólo es cuestión de puro arte.
Películas como la ganadora del Goya de este año, son necesarias, muy necesarias: comprometida, audaz, sencilla, directa, divertida, emotiva, entrañable. ¿Quién dijo que para tocar de lleno la conciencia del espectador y hacerlo recapacitar, había que producir un muermo de película?
Quizá sea que este año la ceremonia de los Goya se celebraba en Sevilla. No lo sé. Pero confieso que, por primera vez desde sus inicios, he podido olvidar tanto friqui y tanto cateto, para disfrutar recordando a Don Cicuta y acabar emocionándome con el brillantísimo proyecto, con la inmensa humanidad, de unos verdaderos Campeones.