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    Daniel Pastrana: Spoilers de andar por casa… Pesadilla en Elm Street

    Wes Craven nos regaló en el año 84 una de las mejores cintas de terror de todos los tiempos. ¿Quién no ha sufrido las pesadillas de ese grupo de jóvenes que se enfrentaban a un todopoderoso (en sueños) Freddie Krueger? Desde su estreno, la cinta, que cuenta con nada menos que con siete secuelas, una serie propia, un crossover con Viernes 13 y un fallido reboot, pasó a los anales del slasher, convirtiendo a su villano en un icono de las décadas de los ochenta y noventa que todavía hoy mantiene su legado.

    Pero Craven no sólo nos ofrecía una cinta que sorprendía por su frescura dentro del género, su imaginación y su crudeza para la época (especial atención a la muerte de un jovencísimo Johnny Depp). Nos ofrecía una idea que, desgraciadamente, varias décadas después, sigue todavía vigente: las consecuencias de las decisiones de los padres sobre las vidas de sus hijos.

    En la cinta protagonizada por Heather Langenkamp —Tina Grey en la película—, una serie de adolescentes se enfrentaban a un psicópata con cuchillas en los dedos que se les aparecía en sueños, con desastrosas consecuencias para ellos. El argumento va desgranado, sin embargo, un terrible secreto: los residentes de Elm Street acabaron en el pasado con la vida de Krueger, acusado de horribles crímenes contra niños del vecindario. Un castigo que tendría dolorosas consecuencias para sus hijos.

    Wes Craven cuenta con maestría cómo los actos que los padres cometemos, aunque sea en defensa de nuestros hijos, pueden volverse contra nosotros en el futuro, una tesis que me hace recordar con cierto desasosiego la llamada «generación blandita». Y es que los padres de hoy en día nos desvivimos por que nuestros hijos no sufran. Nos enfrentamos a los profesores que los molestan con sus «injustas» calificaciones, criticamos a otros padres «que no se dan cuenta de que son sólo niños» y que recriminan su conducta, nos enfrentamos, si es necesario, hasta con otros niños que los «acosan». Y, por supuesto, les dejamos vivir a sus anchas en su zona de confort, no vaya a ser que lloren o se enfaden. Los rodeamos de algodones, les cocinamos siempre platos que les gustan, y les hacemos los deberes si hace falta. Los padres hemos dejado de ser padres para convertirnos en compañeros de piso, en esclavos en el peor de los casos y en tarjetas de crédito con canas.

    No nos damos cuenta de que, el día de mañana, ellos serán los que sufrirán las consecuencias de nuestros pecados como educadores. La sociedad se convertirá en un horrible monstruo que vendrá a interferir en sus sueños y los destrozará por dentro. Muchos conseguirán escapar de sus garras. Otros, se quedarán por el camino. Lo que más me entristece es que sólo nos quedará el papel de espectadores en esa película de terror en la que estamos convirtiendo sus vidas. Está bien luchar por nuestros hijos, pero debemos hacerlo como escuderos, como hombres de armas que lucharán junto a ellos, pero nunca en su lugar, sus batallas. Sólo así conseguiremos que sepan enfrentarse a todos los obstáculos y que conviertan en sueño, la pesadilla. El despertador todavía no ha sonado, así que estamos a tiempo de cambiarlo.

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