Permítanme que, para este Spoiler, me adentre en una de las series del momento. Me salto, por tanto, mis propias normas de hablar de películas, pero lo hago por una buena razón. Y es que estamos ante uno de los productos audiovisuales más interesantes de este año y, posiblemente, uno que sentará las bases de un género, el del terror, que se abre a nuevos horizontes.
La serie se basa de manera muy somera en una novela de terror gótico de Shirley Jackson, para ofrecernos un drama con muchas aristas, manejado de manera sublime por el grupo de guionistas y su director, Mike Flanagan, que ha echado el resto en la producción del título.
Pero aparte de los fantasmas, que los hay, de los sustos y lugares comunes del género, La Maldición de Hill House es un estudio psicológico del miedo en sus muchas acepciones. El drama de los hermanos Crain es un viaje al interior de la mente, a la complejidad del ser humano y, al final, al laberinto en el que puede convertirse algo tan amable como la familia. La propia autora de la novela usaba sus escritos como vía de escape a una familia en la que se la relegaba al puesto de madre y chacha (tenía 4 hijos), a pesar de que ganaba más dinero que su marido (del que tenía que soportar numerosas infidelidades). No es de extrañar, por tanto, que sus personajes sufran traumas familiares de diversa variedad temática.
De todos los temas que aborda la serie, que son muchos e intrincados, me quedo con uno que me fascina y me aterra a partes iguales: la obsesión de la madre de la familia Crain, la sufridora Olivia, por mantener a salvo a sus hijos. Es una idea que me hace analizar la realidad que vivimos, la llamada “generación blandita”, la burbuja en la que muchos padres nos empeñamos en meter a nuestros vástagos.
Olivia roza la locura en su modo de actuar, siempre alentada por los fantasmas que habitan la mansión, pero recuerda mucho a toda una generación de progenitores que se empeña en que sus hijos no sufran, que no tengan que enfrentarse al dolor de la vida. La determinación de esta madre es fuerte. Tanto, que no duda en liberarlos del sufrimiento para hacerlos “despertar”.
El mensaje me parece brutal: una madre es capaz de todo por evitar el sufrimiento de sus hijos, aunque les esté perjudicando (en este caso asesinando). Pero todo su esfuerzo, toda su preocupación, todo su afán, llevará a esos niños a exactamente lo contrario: a vivir un destino oscuro en el que la muerte de su madre tiene un peso importante.
Quizás deberíamos pararnos a pensar si todo lo que hacemos por nuestros hijos lo hacemos realmente por ellos y no, en un sentimiento de profundo y generoso egoísmo, por evitar sufrir nosotros con lo que les depara el destino.
La educación, una vez más, supone mucho más que proteger a los hijos de los males. Supone ayudar a nuestros hijos a enfrentarse a ellos. Darles fuerza y herramientas para poder hacer frente a mujeres con el cuello torcido, a hombres con bombín y otros espectros que se encontrarán en el camino de sus vidas.
Al final, la serie se convierte en un hermoso mensaje sobre los errores que arrastramos a pesar del tiempo. Sobre cómo ninguno de nosotros es perfecto, pero tampoco tiene por qué serlo. Nos habla de que, a veces, es mejor dejar de oír a los fantasmas de nuestra cabeza y comenzar a escuchar a quienes tenemos a nuestro lado en el día a día. Eso sí sería una historia terrorífica: descubrir, al final de tu vida, que todo hubiera sido muy distinto si hubieras dejado de pensar en ti para comenzar a pensar en los que te rodean.