Sobrecogido me hallo todavía tras el visionado de esta excepcional serie que AMC se ha sacado de la manga, casi sin hacerse notar. Un clásico instantáneo que no te deja indiferente. La serie es una adaptación de la novela de Dan Simmons, que a su vez tomó como referencia una historia real que se remonta al siglo XIX, una tragedia que segó la vida de 129 exploradores.
La conocida como “la expedición perdida de Franklin”fue un viaje fallido de exploración del Ártico, que partió de Inglaterra el 19 de mayo de 1845. El objetivo era atravesar y explorar el último tramo del Paso del Noroeste. Franklin y los 128 miembros de la tripulación murieron al quedar sus barcos atrapados en el hielo.
Pero este excelente producto no se limita solo a narrarnos los hechos que llevaron a estos hombres a la muerte (en la serie se incluye, además de las enfermedades que asolaron a la tripulación y todas las disputas internas, un elemento sobrenatural, un depredador basado en las leyendas “inuit” que persigue a la tripulación), sino que destaca sobre todo por lanzarse de lleno a la introspección de lo más profundo del ser humano, una lucha por la supervivencia que ahonda en nuestros horrores más elementales.
“The terror” es, sin duda, una metáfora perfecta de lo que le ocurre al ser humano cuando se le priva de todo lo que lo hace así, humano. Algo que me hace reflexionar acerca de cómo la sociedad que nos rodea está deshumanizándonos poco a poco, como el frío del Ártico, colándose en nuestro interior hasta destrozarnos.
El Tuunbaq, la terrible bestia que amenaza a los supervivientes, es una perfecta traslación de cómo nuestra exposición pública puede perseguirnos hasta destruirnos. Internet, las redes sociales son así: despiadadas, siempre alerta, esperando un error nuestro para devorarnos sin piedad. No es de extrañar que uno, a veces, se sienta tan solo en el mundo digital como los expedicionarios del HMS Terror y el HMS Erebus en las áridas tierras norteñas. Todos, al igual que los hombres atrapados en el hielo, estamos irremisiblemente destinados a perecer entre nuestros iguales. A veces, incluso, atacados por ellos mismos y engullidos por su hambre insaciable.
Esa es la verdadera genialidad de la serie: mostrar que el ser humano es capaz de cometer los actos más horripilantes cuando se nos da la oportunidad de elegir entre el bien y el mal. Así lo hacemos hoy en día también, escudados tras un disfraz digital. Todo es blanco o es negro. No hay grises, no hay argumentos que puedan colocarte en el centro. En la serie los bandos están también claramente delimitados hacia el final. Unos contra otros. La muerte es la única que se alza triunfal entre tanta ignominia.
La serie no duda en mostrarnos con total naturalidad las escenas más desagradables, canibalismo incluido, para provocarnos desasosiego y malestar interno. Un terror primario, salvaje, alejado de florituras y lugares comunes que provoca una pregunta interna en el espectador. Una cuestión cuya respuesta nos horroriza: ¿qué haría yo en una situación así?
Esa es la arriesgada apuesta del creador de la serie, David Kajganich, que ha huido de convenciones para ofrecernos un producto bello y profundo en su concepción, pero desolador en su conclusión. Mientras la veía, no podía dejar de pensar en todo lo que estamos perdiendo por el camino de lo digital, pero mi horror es todavía mayor cuando compruebo que se está diluyendo todo viso de humanidad también en las relaciones personales, las escasas que todavía quedan. A veces, incluso en el propio seno familiar. Al menos, la serie nos da un hilo de esperanza con la supervivencia del oficial Francis Crozier al final de todo, aunque de nuevo nos ofrece una última mirada desoladora del superviviente, en la que él es el único que permanece de pie en la soledad más absoluta. Crozier mira a la cámara mientras esta se aleja, y parece suplicar al espectador que no cometa los mismos errores que ellos antes de que sea demasiado tarde.