Se echa en falta en nuestra Semana Santa el “Gran Pequeño Costalero”.
En mi época de niño era Costalero, un Costalero que se sentía uno más, ésta figura, sin importancia para muchos, era un gran honor.
Éramos cinco niños de cinco a siete años, el futuro, la esperanza de Nuestra Hermandad, los próximos Costaleros. Todos los años nos encontrábamos los mismos, y nos situábamos justo detrás de Nuestro Cristo.
Todos hijos de Costaleros y nos sentíamos orgullosos por la labor realizada por nuestros padres, que se preocupaban también por nosotros en la Estación de Penitencia.
Todavía recuerdo cómo mi madre me vestía; que ilusión, que emoción, que devoción, ver mi Cristo de la Exaltación.
Siempre nos íbamos temprano, a la hora que estaban citados los Costaleros, porque yo era uno más.
Todos los años cuando llegábamos a Nuestro Convento nos encontrábamos con viejos amigos. Mi padre saludaba a esos Costaleros que daban sus fuerzas todos los años para cumplir fielmente con la Estación Penitencial, y yo, saludaba a mis amigos pequeños Costaleros.
Lo primero que hacíamos era ver las imágenes, Nuestro Cristo de la Exaltación en la Cruz y Nuestra Virgen de La Piedad. Qué imágenes, qué devoción, qué alegría volver a ver Nuestro Señor; ver esa canastilla, esas trabajaderas que soñábamos con algún día encontrarnos y “meter el hombro” todos juntos.
Y llegaba la hora, todos los años los “Grandes Pequeños Costaleros” escuchábamos asombrados las palabras de Nuestro Hermano Mayor y decíamos: “qué persona tan importante”.
Nuestro Hermano Mayor siempre finalizaba su intervención igual: “Solicito la presencia de la Junta de Gobierno, reunión”. Eso sonaba a algo importantísimo, pensábamos que se congregaban ancianos sabios, y soñábamos con llegar algún día ser esas personas, esos sabios de la Junta de Gobierno.
Llegó el momento, la esperada Salida, todos los Costaleros se preparaban, nosotros también, y nuestros padres pendientes de sus hijos decían: “ponerse detrás, no se separéis”.
Entonces Nuestro Cristo de la Exaltación llegó al cielo, en Nuestro Templo, empezó los vivas típicos de Nuestra Hermandad.
“¡Viva el Santísimo Cristo de la Exaltación en la Cruz! ¡Viva Nuestra Señora de la Piedad! ¡Viva su Hermandad! ¡Viva su Albacea! ¡Viva su Hermano Mayor! ¡Viva su Camarera! ¡Viva su Hermano Martillo! ¡Viva el Barrio de la Merced! ¡Viva quien lo quiera! ¡Viva la honra de Écija!”
Alcanzó la puerta, uno de los momentos más tensos de la Estación de Penitencia, junto con el paso por la calle Virgen de la Piedad, y por supuesto la entrada.
Después de apagar el fuego de los últimos candelabros y bajar mediante un mecanismo a Nuestro Cristo empezó el espléndido sonido de las zapatillas de los Costaleros que me emocionaba, ese susurro del pasito picao.
Quedaba el último paso, el último suspiro para que Nuestro Señor saliera a la luz, a su barrio, al barrio de la Merced. El público aplaudía fervorosamente, empezó nuestra Salida Procesional.
Desde la Salida ya estaban nuestras madres pendientes de nosotros: “¿tienes frío?, ¿quieres agua?, ¿quieres algo…?” pero nosotros éramos Costaleros, nos considerábamos hombres fuertes que no necesitaban nada, sólo admirar a Nuestro Cristo. Nuestros padres, que aunque estaban agotados por el fastuoso esfuerzo, dejaban de beber para compartirlo con sus hijos, los futuros Costaleros.
Nunca olvidaré uno de esos muchos años que desgraciadamente la meteorología no estuvo con nosotros. Salimos del Templo, llegamos al final de la Calle Padilla y nos tuvimos que dar la vuelta. Mi padre me llevó dentro de la canastilla, en las entrañas de nuestro paso para que no me mojase y allí estaban mis compañeros. En ese instante sonó el golpeo del martillo y empezaron a caminar rápidamente esos valientes.
De los mejores momentos que recuerdo, y sigo disfrutando, es de la llegada a la Calle de La Virgen de La Piedad, con esa dificultad que pone a prueba los reflejos de nuestros Costaleros y de nuestro Hermano Martillo, sí, nuestro Hermano Martillo, porque para mí siempre tendrá ese nombre.
Después de una larga Estación Penitencial llegábamos al Templo, y al momento más importante, desde mi punto de vista, de la Procesión: la Unión de Nuestro Santísimo Cristo de la Exaltación en la Cruz y Nuestra Señora de la Piedad. Qué momento más precioso, qué ilusión al ver esa estampa. Este momento culminaba con Nuestro Cristo a pulso, los Costaleros alzando los brazos para que la Cruz de Nuestro Señor llegara a los cielos y lo contemplara su Padre.
Todos los presentes estaban entusiasmados al ver ese momento tan maravilloso. Nuestras dos imágenes frente a frente, vis a vis. Nuestra Señora llorando amargamente al ver el sufrimiento de su hijo en la Cruz, un momento tan emotivo complementado con una marcha con tradición en la Merced, “Encarnación Coronada”.
Todos los años tenemos el corazón en un puño a la hora de la entrada pero Gracias a Dios terminamos sin ningún percance, y como siempre con las últimas palabras de nuestro Hermano Martillo: “Quedarse ahí, hasta el año que viene si Dios quiere”.
Con ese mensaje y por supuesto con los abrazos y enhorabuenas termina ese gran día.
Nosotros, los “Grandes Pequeños Costaleros”, imitábamos los saludos, esos grandes abrazos. Después de ese cordial y afectuoso saludo volvíamos con nuestras familias, con nuestras madres, porque al fin y al cabo éramos niños.
Y así termina ese día tan esperado, con la ilusión de volver a cumplir con la Estación de Penitencia el año siguiente.
Poco a poco nos hicimos mayores, cambiamos de rol en la Cofradía, ya éramos Nazarenos.
De Nazarenos la gran mayoría pasamos a Costaleros, pasamos a ser los hombres que admirábamos y se hicieron realidad aquellas palabras que nos prometíamos todos los años en la infancia:
“Cuando seamos mayores, estaremos juntos, hombro con hombro”
Es tarde de Viernes Santo,
es noche de luna llena,
ya sale de la Merced,
el que nos quita las penas.
Exaltado está en la Cruz,
sostenido por romanos,
clavado de pies y manos,
el que vino a darnos Luz.
A tierra con él Costalero,
que no se nos vaya al cielo,
el mejor de los nacíos,
que es Jesús el Nazareno.
Juan Damián Madero Madero
Alejandro Álvarez